El diferendo por la nación
BAJO FUEGO
José Antonio Rivera Rosales
En algún momento de la historia los dos México que hasta ahora habían coexistido en relativa paz tendrían que enfrentarse. Pareciera que ese momento está a la vuelta de la esquina.
Hablamos de los dos sectores fundamentales en que está dividido el país: el de las elites y el de los excluidos.
O, para utilizar el manido recurso lingüístico de los marxistas, habrá que referirse a “los de abajo” en su relación de oposición frente a “los de arriba”.
El México de los de abajo, el de los excluidos, integrado por el 85 por ciento de la población, finalmente consideró agotado el ciclo de paciencia que durante más de cien años ha mantenido en silencio las voces discordantes, hasta que la tragedia de Iguala hizo aflorar toda la pudrición.
En 1810, cuando se produjo la Guerra de Independencia -que fue asumida como una revolución por los miserables de entonces-, lo que en realidad sucedió es que la elite local de raíz española expulsó del poder a los hispano-peninsulares que rendían pleitesía a la Corona.
Cien años más tarde, durante el Porfiriato, la pobreza, la explotación y la discriminación social expresada en los estamentos más pobres condujeron a un estallido que fue denominado Revolución Mexicana de 1910. En efecto, este movimiento armado tuvo todos los visos de una revolución que produjo un documento fundamental, la Constitución de 1917, la cual registraba avances novedosos en materia de igualdad social y reparto de la tierra.
Pero, otra vez, en realidad el poder cambió de manos y una nueva elite se formó a partir de 1929 en que surgió una clase política que, con un discurso revolucionario, socialista inclusive, tomó el control de la economía mexicana.
Pero con el reparto inequitativo de la riqueza, que se concentró en unas cuantas familias, quedó pendiente la justicia social. Con la irrupción del alemanismo, se consolidó esa nueva elite que se apropió de tierras privilegiadas, de los recursos naturales, de la minería, de las concesiones derivadas del petróleo y de la bonanza surgida a partir del crecimiento interno.
Con el arribo al modelo neoliberal a partir de 1986, la economía mexicana comenzó a sufrir un proceso de polarización que construyó dos México: una elite política, económica y financiera que concentra el 90 por ciento de la riqueza, en tanto las mayorías silenciosas debían conformarse con los girones del 10 por ciento restante.
La parte final del proceso de descomposición corrió a cargo de políticas públicas corruptas así como de la explosión demográfica que generó una condición económica bipolar, la cual prácticamente desapareció a las clases medias.
Éste es el México que tenemos hoy: uno en el que un puñado de familias, que miran con desdén al resto de los mexicanos, disfruta de todas las riquezas, los beneficios y las comodidades, mientras millones de personas comen con apenas un dólar al día. Otros millones de mexicanos, los más pobres, ni siquiera aspiran a eso.
Para despecho de las izquierdas supuestamente revolucionarias, son las reformas estructurales del gobierno de Enrique Peña Nieto, especialmente la Reforma Energética y la Reforma al Campo -próxima a concretarse-, las que apresurarán este proceso en el que no serán las formaciones insurgentes las que propiciarán este cambio histórico, sino las acciones de las masas populares impulsadas por la indignación, el hartazgo y el hambre.
En este sentido, la protesta social por la masacre de Iguala y la desaparición de los 43 normalistas, extendida ya por todo el país y allende las fronteras, tiene sumido al gabinete federal en la más profunda crisis de los tiempos contemporáneos. Desde el 68 no se había visto una crisis de semejante magnitud.
Vista de ese modo, la indignación y hartazgo generados en amplios estratos de la población, tanto por la agresión del 26 de septiembre como por la desaparición forzada de los 43 jóvenes estudiantes, se convirtió en un detonante poderoso que catalizó la rabia contenida de millones de mexicanos agraviados por el crimen organizado, por la impunidad, la corrupción y, fundamentalmente, por el modelo económico neoliberal, profundamente injusto y depredador.
Son, pues, dos proyectos de nación los que se enfrentan en este proceso histórico cuyo desenlace de ningún modo tarda en ocurrir: el modelo económico excluyente que representa Peña Nieto, y el modelo de economía popular que representa el movimiento social expresado en diferentes estratos que, cada vez con mayor incidencia, se manifiesta en las diversas expresiones populares que en los últimos años han incursionado en la vida pública -el movimiento popular de autodefensa, por ejemplo-.
Aunque son, probablemente, unos 70 u 80 grupos armados rebeldes los que existen en el país -que en su conjunto constituyen un verdadero reto para la seguridad nacional-, en modo alguno representan el futuro del país.
Son las masas populares expresadas en las distintas formas de organización las que con seguridad enfrentarán al modelo neoliberal de las elites mediante acciones que
buscarán instaurar un nuevo país, una nueva república, una nueva constitución.
Esta es la dimensión histórica cuyos preámbulos vemos en la protesta social generada a partir de la masacre de Iguala. Es responsabilidad del gobernador Rogelio Ortega Martínez llevar a feliz término un proceso social imbatible que, en mediano plazo, con bastante probabilidad modificará el curso de la historia de México.
En los hechos, de una manera discreta y por interpósita persona, pareciera que Ortega comenzó a desahogar un diálogo cuidadoso con las dirigencias que impulsan la radicalización de la protesta social. De otro modo, no podría entenderse cómo es que un sector de la dirigencia cetegista factura sus consumos a la Secretaría de Finanzas del gobierno estatal.
Si este proceso sigue en marcha, así sea a la callada, pronto habrá condiciones para establecer conversaciones abiertas en las que participe el resto de la sociedad como protagonista principal de la historia. Entonces Ortega Martínez contará con las condiciones para encauzar un diálogo abierto de cara a la comunidad guerrerense, que debe estar presente en este tipo de encuentros para evitar que los mexicanos, todos, nos enfilemos hacia un horizonte de fusiles.