Estado y los periodistas asesinados

Veladero
Roberto Ramírez Bravo
De tanto repetirla, la demanda de justicia para periodistas asesinados se desgasta cada día más.
La concurrencia de atentados hacia los comunicadores no es una característica de un estado, por ejemplo Guerrero, sino ocurre en todo el país de una manera totalmente impune y sin consecuencias para los agresores.
En abril del año pasado en Taxco fue asesinado el reportero Francisco Pacheco Beltrán cuando salía de su domicilio apenas a realizar su jornada laboral; apenas comenzó marzo, en este año, cuando en la Tierra Caliente fue asesinado Cecilio Pineda Birto, quien regresaba a Ciudad Altamirano después de realizar una cobertura periodística en los pueblos del área, y había hecho una última transmisión informativa apenas un poco antes de su muerte; hace unos días, el 18 de marzo, fue asesinado en Veracruz el periodista Ricardo Monlui, editor del diario El Político, quien fue ejecutado a balazos cuando acudía a un restaurante a desayunar con su familia; y la corresponsal de La Jornada en Chihuahua, Miroslava Breach Velducea, fue asesinada frente a su domicilio.
A esto se suman los 20 asesinados en Veracruz durante el gobierno de Javier Duarte (entre ellos dos colaboradores de la revista Proceso), los cerca de 20 también en Guerrero y los múltiples que hay en otros estados, correspondientes a años anteriores y cuya autoría aún está sin identificar.
Aunque no se trata de un asesinato, debe incluirse en este reporte de agravios el caso de los periodistas del Diario Alternativo, de Marquelia, que han sido amenazados por la policía ciudadana de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg) con reeducarlos (es decir, someterlos a prisión) o “chingarlos con el narco”, es decir, matarlos. Las amenazas han sido la consecuencia de la publicación de textos que los policías ciudadanos han sentido agraviosos en su contra, y han requerido al medio para que los retire o les dé las fuentes de sus informantes.
La cuestión fundamental es que hay dos valores que están siendo desprotegidos: la libertad de expresión (se observa directamente en la mayoría de los casos señalados, y en particular en el del Diario Alternativo), y la vida.
Si uno se acerca a los casos de asesinatos recientes de comunicadores puede encontrar que hay indicios de que los atentados, al menos en su mayoría, son consecuencia directa de su oficio de informar, pero las autoridades de manera sistemática se han negado a seguir esa línea y optan solo por asumir sin investigar, que fue una acción del crimen organizado (como si eso no debiera de todas maneras sancionarse) o que posiblemente haya un crimen pasional o de otro tipo.
Por ejemplo, en el caso de Francisco Pacheco Beltrán había un conflicto conocido entre él y el alcalde Omar Jalil Flores Majul, por las publicaciones del periodista. No se trata de decir –porque este articulista no tiene las pruebas- que Flores Majul lo haya asesinado, sino de que la autoridad que investiga el caso debería seguir esa pista como una más de las que indaga. Sin embargo, no solo no se sigue esa, sino ninguna otra. El caso de Pacheco Beltrán quedó en un limbo en términos de investigación. Con razón, la Fiscalía General del Estado se deslindó argumentando que el asesinato de periodistas corresponde por ley al orden federal, y la Procuraduría General de la República, hasta la vez no ejerce la facultad de atracción para indagar el caso.
Cecilio Pineda dejó un testimonio vivo y a la vez una pista muy clara en su última comunicación pública. En un video –como solía hacer- hizo una descripción de los acontecimientos del día y señaló vínculos de autoridades con nombre y apellido con el delincuente más buscado por el momento en Guerrero, Raybel Jacobo de Almonte, El Tequilero.
Miroslava Breach era una institución en el periodismo en Chihuahua, lo mismo publicaba información sobre el crimen organizado que hacía las coberturas de los conflictos más complicados; era ampliamente conocida y reconocida en Chihuahua. Es ineludible que su actividad periodística, por ser su actividad principal de vida, tendría que ser una causa probable de su asesinato.
Sin embargo, las autoridades no ven o no quieren ver nunca el vínculo de las víctimas con su ejercicio periodístico, como si el ser comunicadores solo fuera un empleo que les da cierta notoriedad dentro de la comunidad, sin posibles consecuencias, y prefieren indagar por otros lados.
Tantas omisiones y de modo tan reiterativo, sin embargo, solo puede considerarse como una política de Estado. La permisividad con que actúan las autoridades hacia los agresores de periodistas dice más que muchas políticas que en el discurso se plantean de protección hacia ellos.
De nada sirve que exista el Mecanismo de Protección a Periodistas y Defensores de Derechos Humanos si este solo opera durante un tiempo y luego deja a los comunicadores a su suerte, por ejemplo. De nada sirve que la Fiscalía estatal o la Fiscalía Especial para Agravios a Periodista de la PGR se ocupen de los casos si en lo único que avanzan es en identificar a las víctimas, la hora en que ocurrieron los hechos, el calibre utilizado y luego ya no haya ningún seguimiento, como si no hubiera testigos u otras referencias para indagar.
Por sus omisiones, al menos, el Estado es también culpable de los asesinatos de periodistas.